Yo solo nací un martes.
Yo solo nací un martes: con la intensidad de vivir en otoño.
Era
un martes de otoño y yo solo nací, dejando tras de mí un rastro de hojas secas.
El frío invierno llegó como una sombra. Caminaba sola por las calles, sintiendo
el aire frío en mi piel, el sonido de mis pasos y la ausencia de compañía.
Siento cómo el frío penetrante del invierno me provoca calor. Una aurora infinita
me lleva al éxtasis, como si el universo se abriera ante mis ojos. Detalles que
podrían pasar desapercibidos se convierten en algo eterno.
Me
detengo a admirar lo que mis ojos ven, deteniendo el tiempo, sonriendo sin
más. Guardo silencio, sin momentos incómodos y simplemente vivo. Esos ratitos
son el mayor logro en la vida. Poder sentarme conmigo misma, sola, en paz, en
silencio, con calma.
A
pesar de los riesgos, me lanzo a vivir, a sentir, incluso si eso implica caer
y volver a intentarlo una y otra vez. Algunos pueden pensar que es masoquista,
pero yo no le temo a esta aventura de vivir. Aunque en ocasiones la vida
parezca cruel, merece la pena vivir cada segundo, cada emoción intensa, cada
percepción eterna. En ese momento, llegué a un pequeño café en la esquina.
Entré, me senté en una de las mesas, sintiendo el calor reconfortante del
lugar. Pedí un café caliente y comencé a escribir. Mis emociones se
convirtieron en palabras, en versos que se unían, se entrelazaban, como una
danza alrededor de la página.
El
café se convirtió en mi refugio, mi lugar seguro donde podía expresar mis
sentimientos sin temor a ser juzgada. Me sumergí en mis propias letras, en mi
propia realidad, donde no había nada más que yo y mi poesía.
El
invierno continuó su marcha, dejando un paisaje cada vez más frío y gris. Pero
dentro de mí, la pasión ardía como un fuego que nunca se apagaría. Aprendí a
amar mis emociones intensas y mi percepción aguda del mundo, sabiendo que era
lo que me hacía ser quien soy. Yo solo nací un martes, pero mi espíritu se
niega a apagarse en la monotonía del invierno.
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